Adriano (76-138) nacido en España de una familia romana de provincias, fue nombrado emperador de Roma en 117, sucediendo a su tío Trajano. Su reinado fue marcado por preservar la “pax romana” con renuncia a nuevas conquistas. Estuvo mucho tiempo alejado de Roma, viajando infatigablemente por todos los rincones de su vasto imperio. Su preocupación por la prosperidad y el bienestar le llevaron a emprender reformas de largo alcance en los campos administrativo, judicial, educativo, fiscal y militar, llegando incluso a desarrollar una cierta protección legal de los esclavos.
El misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte
Oscar Wilde
Buen conocedor del arte decretó la construcción de algunos edificios diseñados por el mismo, muy especialmente el aún existente Panteón romano. Su amor por la cultura y la historia griegas hicieron de Grecia su provincia favorita cuya tradición le facilitó un modelo para sus inclinaciones eróticas. Aunque no hay duda de que tuvo también relaciones sexuales con mujeres y está claro que él no se concebía a sí mismo como “homosexual” (un vocablo, por añadidura, desconocido en la Antigüedad), si parece claro que tenía preferencia por los varones. Con seguridad, a quien más amó fue a un joven griego llamado Antinoo, quien estuvo a su lado durante cerca de seis años, hasta la muerte prematura del joven en el Nilo, habiendo compartido amor y viajes durante el tiempo que el muchacho despertó a la vida. El dolor fue terrible. Su recuerdo, el mayor testimonio que ha conocido la humanidad.
Dos teorías barajan su precipitada muerte. La primera tiene relación con la edad del muchacho. En el mundo clásico, las relaciones homoeróticas eran toleradas e incluso respetables, siempre que uno de los miembros de la pareja fuera adolescente. Se consideraba que el adulto ejercía una especie de tutela amorosa sobre el joven. Cuando a este le crecía la barba, llegaba el momento de poner fin a la relación. La edad de Antínoo debía de rozar ya la veintena. Separarse del césar, si su amor era sincero, sería doloroso, pero permanecer con él iba a convertirse pronto en una vergüenza. El suicidio era una alternativa honrosa.
Otra posibilidad, mucho más turbia, es que el muchacho se arrojara al Nilo creyendo que su sacrificio alargaría la vida de su maduro amante, ya por entonces delicado de salud. La poetisa Julia Balbila, que viajaba con el séquito real como amiga de la Emperatriz, descendía de un astrólogo que, en su día, había recomendado a Nerón un apaño similar para curarse una enfermedad. ¿Contó Balbila la anécdota en presencia de Antínoo? Nunca lo sabremos.
Adriano fue desgarrado por la desaparición de su amado y entendió su muerte como un sacrificio en pos de su bienestar. Mandó construir una ciudad en el lugar de la tragedia bajo su advocación, le dedicó una estrella, lo proclamó dios asimilándolo con Dionisio. A lo largo del Imperio se celebraron juegos funerarios, se erigieron templos en su honor, se acuñó moneda con su efigie, y se instituyeron sacerdocios para su culto. Su presencia ocupó el mundo conocido por los romanos. De ningún personaje privado de la antigüedad nos han llegado tantas imágenes como las que tenemos de Antínoo.